9/9/08

ARTE Y DINERO PÚBLICO: LA "RECONVERSIÓN" DEL CASM

por Octavi Comeron

Los cambios anunciados por la Conselleria de Cultura sobre el futuro del Centre d'Art Santa Mònica han reabierto algunos litigios que hace tiempo que arrastra el ámbito artístico y cultural de Barcelona. El intervencionismo político y el ninguneo a las necesidades de la comunidad artística han sido flagrantes. Y no deja de ser paradójico que mientras una Conselleria pone toda su maquinaria a trabajar para tener al arte catalán representado en la Bienal de Venecia (y en su estructura
nacional), otra -y precisamente la de cultura- apenas disimule su desinterés y desconfianza respecto al arte contemporáneo al cambiar la orientación de un centro que ocupaba un lugar clave en el ya frágil tejido artístico de nuestra nación. Pero aprovechando el hilo de este conflicto, parece un buen momento para intentar también una discusión más amplia y en profundidad sobre arte y dinero público, y que no eluda los aspectos más controvertidos de esa ecuación. Más teniendo en cuenta que el cambio de orientación que se plantea para el CASM puede situarse dentro de unas tendencias más generales, y que bien pueden leerse como un clásico proceso de “reconversión” que desde diferentes ámbitos institucionales se viene aplicando -sin enunciarlo directamente- sobre el sector artístico.

Si los años 80 fueron los de la estratégica reconversión de la industria metalúrgica y los astilleros del norte, y los 90 los de la UE financiando la reducción de la producción agrícola, varios indicios llevan a pensar que le ha llegado el turno al arte. Aunque sí, esto hay que matizarlo. Las grandes infraestructuras más o menos artísticas capaces de atraer turismo siguen nutriéndose de abundantes fondos públicos, y el discurso de la creatividad y el estímulo de vínculos entre artistas y empresas están en la primera fila de los programas de economía. Lo que está en profunda transformación es la idea de cultura, como siempre amenazada por el intervencionismo político, pero crecientemente interpretada –incluso por las administraciones públicas- desde la óptica del
management empresarial, como “recurso” para la cohesión social y la dinamización económica. La reconversión a la que podemos aludir refiriéndonos a la práctica artística es la que desde dentro y desde fuera del arte trata de encontrarle un lugar en esta nueva idea de cultura –las alternativas siquiera parecen ofrecer prestación por desempleo o jubilación anticipada. Y es que la lectura del Conseller respecto al CASM está clara y apenas ha hecho ningún esfuerzo por disimularla: ¿Por qué tengo que mantener un Centro de Arte que no me sirve? (léase no sólo la acepción de “utilidad” sino también de “servidumbre”). Ni sirve a mis intereses políticos, los de mi partido o los de mi gobierno, ni tampoco sirve a la máxima explotación económica de sus metros cuadrados ubicados al final de la Rambla. Desde esta perspectiva, la inutilidad del centro de arte no vendría por una determinada gestión más o menos exitosa sino, lógicamente, de su propio modelo.

La respuesta por parte de la comunidad artística también ha sido clara y por una vez cohesionada, y el firme rechace a las formas y el fondo de la decisión llevan a pensar que probablemente aún quede bastante por decir. Ahora bien, la componente de rechace a las “maneras” y al intervencionismo político no ofrece dudas. Pero el asunto es más complejo en lo que se refiere a la lógica neoliberal que también late en esta “reconversión”, así como en la mayoría de los conflictos abiertos que afectan a la producción cultural en nuestro contexto (y a estas alturas no creo que a nadie le altere oír que la lógica del liberalismo campa a sus anchas tanto por la derecha como por la izquierda: la manera con la que las administraciones públicas en general tienden a combinar intervencionismo político y liberalismo económico está logrando la cuadratura del círculo). Ante un escenario de mantenida incomprensión, los que trabajamos en arte y cultura nos hemos esmerado en articular nuestros argumentos en función de lo que podría ser más fácilmente comprendido por nuestro interlocutor político. El director dimisionario del CASM, Ferran Barenblit, esgrimía la fórmula matemática del presupuesto del centro dividido por el número de visitantes, para argumentar que el resultado de euros por cabeza no daba una relación peor que la de otros centros que se consideran exitosos. También la AAVC ha estado durante los últimos años insistiendo en el argumento económico para neutralizar el deje paternalista que las instituciones tienden a utilizar frente a los agentes culturales, y darnos cuenta de que podemos negociar con ellas esgrimiendo nuestro peso dentro del tejido económico de una Barcelona que busca una imagen de “ciudad cultural” a la caza del capital turístico y financiero internacional. Aun así, casi hemos olvidado que a este argumento se llega sólo a partir de una completa incomprensión, de una ruptura profunda en la que los intereses de cada una de las partes parecen ser ya irreconciliables.

La sanidad y la educación son las únicas áreas donde aún parecen mantenerse ciertas “reservas” a dejar completamente a su aire la “mano invisible” del mercado y el argumento económico. Pero la cultura, que más o menos había acompañado estas dos áreas en el imaginario del “interés social”, no acaba de encontrar ahora su lugar: navega entre los que defienden la incuestionable sabiduría del mercado y su ley de selección natural, y los que demonizan al mercado y proponen el ámbito institucional como el único espacio de creación democrática. Evidentemente también hay los que desconfían tanto del mercado como de la institución, pero éstos, o trabajan a fin de cuentas para el mercado o la institución, o no suelen tener mucho tiempo para dedicarse a la cultura. En cualquier caso, no es casual el auge de proyectos artísticos que en el paraguas más o menos institucional apelan a la educación o a la sanidad (individual o social) para defender su “función pública”.

Hay que precisar, sin embargo, que la reconversión que estoy aludiendo no viene sólo de las administraciones públicas. Entidades como la Fundació de La Caixa, ahora en su sede del CaixaForum, también ha ido perdiendo progresivamente su interés por el arte contemporáneo para ir potenciando las actividades más directamente educativas o sociales, acompañadas por proyectos expositivos inocuos, como son el desfile de todas las desaparecidas civilizaciones de la antigüedad -incluso diría que algunas de éstas han repetido, porque ¿ha habido tantas?-, y muy lejos quedan exposiciones como “El arte y su doble” que se situaron en el mismo centro del debate artístico de su momento. Parece ser que el arte contemporáneo poco ayuda ahora a hacer nuevos clientes.

En la editorial del periódico del MACBA de este verano, la nueva dirección de Bartomeu Marí incidía en recoger algunos aspectos del discurso de su predecesor Manuel Borja, como el de reforzar el vínculo entre el centro y la idea de educación. Y sin duda hay aspectos a trabajar en este sentido, pero en la manera en que se sitúa como uno de los ejes programáticos puede que sea más cuestionable, y refleje un cierto vacío conceptual que arrastra la escena artística internacional frente a las transformaciones de las últimas décadas. Personalmente, jamás he entrado en un centro de arte para ser educado. Y me pregunto si alguno de los que ahora tienden a buscar en “la educación” un amparo de justificación social para defender la necesidad de un museo o centro de arte de naturaleza pública lo han hecho alguna vez. Mientras proliferan costosos másters (muchos con contenidos “críticos”) y sustituyen lo que históricamente había sido el simple encuentro entre artistas a los que les interesa su trabajo y discutir sobre él, y se aplica al artista el modelo del emprendedor, el asistente social, el estudiante o el educador, está en marcha una reconversión de estricta lógica neoliberal con un discurso que suele barnizarse en corte progresista. Y cabe recordar que Michel Foucault ya señaló con precisión el modo en que el liberalismo económico permitió relajar el régimen disciplinario del poder, logrando que los nuevos sujetos de la burguesía interiorizasen todos sus principios y ejercieran sobre sí mismos los necesarios mecanismos de (auto)control.

En este contexto, y mientras ensaya de forma más o menos aleatoria o afortunada con los modelos del emprendedor, el asistente social o el educador, la comunidad artística puede ser vista fácilmente como un pollo corriendo sin cabeza –y, siguiendo con la imagen, lo que se ve al fondo es al Conseller Tresserres dudando entre coger el cuchillo o apartarse para no mancharse.

En efecto, más allá de denunciar las “malas prácticas”, tenemos mucho sobre lo que reflexionar y debatir. Y es posible que si en lugar de simplemente hacer la reconversión del CASM reduciendo los metros cuadrados dedicados al arte se dedicara el centro, al menos durante un período, a debatir en profundidad las muchas cuestiones que el arte tiene pendientes, incluso se pudiera encontrar para él el lugar tanto en el mapa local como internacional que tanto se ansía.

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