28/5/12
De les Fundacions i del paper d'allò públic en la cultura
11/4/12
"En cap cas s'aplicarà aquest règim especial a l'or d'inversió"
6/7/09
"Silencio: se debate"
La paráfrasis del título de este post busca enlazar con una discusión abierta bruscamente hace ya algún tiempo por José Luís Brea en Salonkritik, seguida de diversas réplicas y contrarréplicas más matizadas que trataban de arañar lo que describían como el “mapa del silencio de
La actualidad a la que me refiero es la del debate sobre el futuro Centre d’Art que se ubicará en el antiguo canódromo de Sant Andreu. Un debate que muchos hemos venido reclamando no sólo por lo que pueda afectar a la conceptualización de un nuevo centro todavía por definir, sino -y esto a mi me resulta más interesante- por lo que supone de oportunidad para abordar una necesaria reflexión colectiva sobre muchas cuestiones largamente pendientes del contexto artístico y cultural, y que en absoluto quedan circunscritas a este futuro espacio. Los días 6 y 7 de julio, el recién estrenado CoNCA organiza un encuentro en el auditorio del MACBA para debatir acerca del nuevo centro. Pero la conflictiva historia de donde viene el asunto (el manotazo del Conseller Tresserras al Santa Mònica y la movilización posterior de diferentes plataformas y asociaciones del sector
Sobre códigos y fórmulas
Entre las cuestiones surgidas en aquella discusión, creo que hay por lo menos dos que convendría recuperar bajo este nuevo telón de fondo (y con ello advierto que dejo de lado la “espoleta” que dio lugar a la refriega, que venía de una fuerte crítica a la nueva línea programática del MNCARS y a su director Borja-Villel, y que puede leerse visitando su web). La primera de ellas es la del debate planteado alrededor del “código de buenas prácticas”. Respecto a esto, tan sólo un rápido apunte: básicamente sumarme a lo expresado por José Luís Brea y también por Pep Agut, en cuanto a que tan sólo debería entenderse como un documento de mínimos, que requiere un desarrollo, y que surge en un contexto en el que, como sabemos, lamentablemente estos mínimos no pueden nunca darse por supuestos. De manera especial me parece interesante subrayar lo que planteaban acerca de la necesidad de que el director elegido por concurso para una institución de carácter público haga precisamente “público” el programa por el cual ha sido elegido, algo que debería contribuir a recordar que su “contrato” no es con los cargos políticos de las administraciones que financian el centro sino con la ciudadanía a quien se deben todos ellos. Y para introducir en este sentido un elemento a la reflexión, añadiría que si se encontrara para el ámbito artístico alguna fórmula inspirada en los concursos de arquitectura a dos vueltas (que son los que defienden los colegios de arquitectos para sus concursos), esa apertura pública podría darse incluso antes de la elección final, lo cual quizá tendría algunos inconvenientes pero sin duda favorecería que se ampliase el debate y la participación en él tanto dentro como fuera del sector artístico.
Institución y hegemonía
La segunda cuestión que quiero rescatar es la que veo más interesante y la que, creo, articulaba estructuralmente el eje del debate: el conflicto entre “institución” y “hegemonía”. Si bien Brea admitía que de haber algún “núcleo” en su reflexión éste era su toma de partido y su confianza en el procedimiento democrático como legitimador del campo de lo político, entiendo que en la discusión esta idea de fondo encontraba su expresión concreta en el conflicto de lo institucional (aplicado al arte y sus lugares) frente a una doble interpretación: su potencial naturaleza de espacio público para la expresión democrática y crítica, y, al mismo tiempo, su ser instrumento efectivo de poder y hegemonía. Y ésta es una reflexión que considero especialmente oportuno trasladar ahora ante el debate sobre un nuevo centro de arte -es decir, una nueva institución.
No me gustaría simplificar los argumentos, y por ello remito de nuevo a la lectura de los textos, pero en líneas generales la posición expresada por Brea planteaba una marcada desconfianza respecto a las posibilidades reales de la institución de operar como espacio contrahegemónico, y su crítica al mencionado programa lo acusaba de “fingir” una posición de resistencia mientras de facto está al lado del poder, cosmetizando y desactivando con ello las prácticas críticas que incluye cuando sólo desde el exterior tendrían éstas alguna posibilidad de ser su antagonismo. Me pregunto si no deberíamos ensayar otras herramientas teóricas para no quedarnos atascados en esa crítica, sostenida sobre algo así como un pecado original. ¿No están ambos aspectos –la potencial naturaleza democrática de la institución artística (su ser espacio público por excelencia, tal como apuntaba Pep Agut) y su función normalizadora y hegemónica- siempre ahí, y es en el modo de negociar esa tensión donde se asientan, cuando menos en parte, los cimientos tanto para los logros como para los fiascos de una determinada propuesta programática? Y aquí tal vez podría detallar algo más mi principal punto de desacuerdo con Brea. Puedo entender que el objetivo inicial de su crítica estuviese dirigido a una dirección y las líneas maestras de su programa, y que no entrase en los proyectos concretos que lo articulaban porque su intención fuese “apuntar más alto”. Pero en el posterior desarrollo de sus argumentos sigue pasando por alto ese análisis, lo cual en buena medida parece deshabilitar la responsabilidad de los proyectos y de los propios artistas. Precisamente diría que cuestionarlos por su simple adscripción a la institución supone interpretarlos como menores de edad o como si sólo cumplieran órdenes de un rango superior, y los neutraliza tanto o más que su comprometido abrazo institucional -del mismo modo que el simple hecho de no estar vinculados a la institución tampoco los haría necesariamente “mejores”. Por lo demás, vale la pena recordar que buena parte de los argumentos de fondo de la crítica de Brea ya venían “respondidos” en
Quisiera hacer también un rápido apunte sobre la posición expresada por el equipo de Brumaria. Veo potentes algunos de sus análisis, pero tengo bastantes más dudas sobre el modo de establecer su “autonomía” en el hecho de tener una presencia “con medio pie dentro de la institución y pie y medio fuera” que supuestamente “garantiza por sí mismo nuestra independencia y nuestra marginalidad a partes iguales”. Precisamente sobre esta cuestión del dentro/fuera, e incluso haciendo referencia a la imagen del “pie en cada lado”, he hablado en algún otro texto, sugiriendo que se sostiene en un discurso poco consistente. La realidad, creo, es que nadie está con un pie (ni pie y medio) en cada lado, sino que, en todo caso, como sucede con la mayoría de nosotros, a ratos estamos con los dos dentro y a ratos –los más- con los dos fuera. Es cosa de cada uno negociar con sus propios intereses y decidir cómo, cuándo, porqué y con qué participa en cada uno de esos dos ámbitos, y eso suponiendo que la línea que distingue la “institución” de su “exterior” fuese tan clara.
En cualquier caso, el conflicto entre institución y hegemonía difícilmente puede obviarse en un debate sobre los focos de visibilidad del arte actual que acepte su dimensión política. Y no está de más señalar que el nuevo centro de arte que ocupará el antiguo canódromo de Sant Andreu será, siguiendo una larga tradición, un equipamiento artístico en un edificio enteramente recubierto de muros de cristal. Veremos hasta dónde alcanza la transparencia que sugiere su fachada; qué se atreve a interrogase y dejar ver de sí mismo y cómo pone en juego su propia naturaleza institucional.
Sobre
Y aquí me gustaría desplazar la cuestión hacia otro terreno, más específicamente local, aunque quizá sólo en parte. La pregunta básica sería: ¿podemos hablar, en Barcelona, de alguna hegemonía de lo artístico, o de
Trataré de matizar, empezando por señalar tres factores que creo que intervienen de manera “natural” en esta cuestión. En primer lugar, si hay un modelo de centro institucional que ha cuajado a nivel ciudadano éste no creo que sea el MACBA, que siempre ha tendido a ser visto como una isla (con playa para skaters), ni el de otros centros de arte presentes o pasados, sino un centro de cultura: el CCCB. Y si esto es así, hay que reconocer que en buena parte es por los aciertos de este último (aunque no todo sean aciertos, pues también ha impulsado una dudosa “exposicionitis” cultural que se ha contagiado a numerosos centros, como la Virreina durante años, el FAD, y muchos otros dispuestos a hacer exposiciones de cualquier cosa, tema, o trayectoria profesional). En segundo lugar, el alcance de las instituciones artísticas locales ha dado para poco más que para alimentar pequeños cotos locales, y su poder de influencia en el panorama internacional, para la proyección de artistas y sus propuestas, es realmente escaso. Y por último, también es cierto que de entre lo más interesante que ha sucedido en los últimos años en el campo artístico, mucho procede de prácticas que encuentran cierta dificultad en ser consideradas estrictamente artísticas.
Pero este proceso no se ha dado sólo en lo que tiene de un espontáneo desplazamiento de intereses por parte de los artistas y productores culturales. Ahora, con el CoNCA recién instituido después de un dilatado proceso, tiene su miga tirar de las hemerotecas y recuperar un artículo del 23 de enero del 2004 en el que Josep Ramoneda (director del CCCB desde hace más de 15 años) cuestionaba la necesidad de un Consell de les Arts y la necesidad de que la cultura estuviese gestionada por sus profesionales, acusando a los artistas de “querencia aristocrática” (por quererse hacer oír en las cuestiones que les afectan) cuando “la cultura y la creatividad está en todas partes”, y transmitiendo por parte de lo que podríamos llamar “Institución Cultura” una fuerte desconfianza hacia el arte contemporáneo -una desconfianza que a muchos nos parece que ha acabado por transmitirse también a gran parte de la sociedad; aunque sin duda son muchos los motivos, y también es imprescindible una autocrítica del propio sector. Y desde luego, tampoco está de más recordar que todo el asunto del nuevo centro de arte del Canòdrom surge de un impetuoso gesto del Conseller Tresserras que, considerando irrelevante un centro de arte situado en Las Ramblas, lo ha transformado en un centro de cultura. En este marco, ya sea provocado por la incomodidad con una noción demasiado estrecha del arte, o por el brillo encantador de las economías de las nuevas industrias del conocimiento y del entertainment, tal vez quepa preguntarse si no es dicho desplazamiento hacia esta idea más difusa de cultura también un movimiento altamente hegemónico y sospechosamente bien acogido por la gubernamentalidad actual, sobre el cual quizá estemos ejerciendo poca atención crítica.
En uno de los numerosos momentos de inspiración de su novela inacabada, Robert Musil escribió: “Las palabras saltan como los monos de un árbol a otro”. Y es bien cierto. Pero a veces olvidamos de que somos nosotros quienes las empujamos a saltar, o dejamos que lo hagan. Debatir cómo queremos usar la noción de arte, y en un plano más concreto, por ejemplo, plantear qué debería distinguir un centro de arte de un centro de cultura, no creo que suponga, como podría pensarse, un desperdicio de energías encaminado a reforzar el habitual circuito cerrado del arte. Más bien, puede que sea justo lo contrario. Tal vez sea la mejor manera de tratar de conceptualizar un centro de arte que no se constituya como tal por su simple transmisión del movimiento en cadena generado por el circuito de ferias, bienales y otros centros de arte. Es decir, un modo de evitar que se defina por la pura adscripción y reducción a lo que suele llamarse “el sistema” de
Y es que la incorporación de prácticas culturales diversas en las actividades de un museo de arte contemporáneo tiene clara su lógica: en tanto que como museo tiene su colección, que por definición “es arte”, y es más que razonable contextualizarla con los procesos culturales que se dan a su alrededor. Pero un centro de arte, sin colección, ¿en torno a qué articula su apertura cultural? ¿Por un simple me gusta esto o me parece interesante aquello? Diría –y lo digo a modo de hipótesis abierta a la discusión- que sólo puede llevar a cabo con seriedad esa apertura a lo cultural, lo “creativo” o incluso lo político desde un fuerte posicionamiento sobre la noción de arte que propone.
Probablemente lo que esto vendría a reclamar es un debate “de estética”, que por lo menos acompañe otras cuestiones más instrumentales o de funcionamiento -y aquí, para acotar en lo posible la incómoda polisemia que suele acompañar la noción de estética, tomaría como aproximación básica algo parecido a lo que propone Rancière, en tanto que una distribución de tiempos y espacios que habitamos como seres políticos y productivos, desde la cual se reflexiona –y añadiría: se toma partido fáctico- sobre el lugar que ocupan las prácticas artísticas en esa distribución (y en su potencial transformación). Una interpretación que, evidentemente, incluye la reflexión y toma de partido sobre la propia noción de arte, su definición y sus usos, así como sobre sus recursos y sus espacios, ya sean éstos físicos o simbólicos.
Creo que precisamente por la precariedad estructural de nuestro sector artístico, que no perdemos oportunidad en recordar, esta reflexión podría encontrarse también con un escenario más ligero y fácil de interrogar y revisar, justamente por estar menos sometido a las poderosas inercias estructurales y económicas que tal vez marquen otros contextos de manera más determinante. Y para ello no creo que haga falta tanto apelar a grandes teorías históricas, como invitar a posicionarse a todos los implicados en el desarrollo de la escena artística, ya sean artistas, críticos, comisarios, o cualquiera los múltiples agentes que intervienen en nuestro espacio de trabajo.
Silencio: se debate
Como decía al inicio, la intención de este post es tratar de recoger y extender no sólo algunos temas, sino también parte de la fricción de una discusión que tuvo lugar hace ya algunas semanas y que algunos realmente agradecemos: nada interesante surge sin choque. Pero volvamos a la actualidad local más inmediata. Si no logramos que ésta se aparte del anémico transcurrir al que nos hemos acostumbrado, algunas cosas del debate que ahora parece abrirse podrían ser en principio previsibles. Cuando acabe, muchos se sentirán satisfechos y pensarán que se ha hablado un poco de todo. La voluntad de consenso no faltará. El nuevo centro de arte deberá tener un carácter abierto y atender a prácticas culturales que se dan fuera de la “institución arte”, pero sin olvidar que también ocupa un lugar clave para dar consistencia y proyección internacional al precario tejido profesional de artistas, galerías, etc. que luchan por sobrevivir. Deberá establecer un vínculo vecinal con el barrio de Sant Andreu donde aterriza así como con sus espacios culturales (el centre cívic Sant Andreu, Fabra i Coats, etc), pero también con los espacios independientes repartidos por toda la ciudad que igualmente luchan por sobrevivir, y eso sin dejar de lado que no puede ser sólo un centro de la ciudad, también representa al “territori”. Deberá concebirse como un centro de producción y conectarse con los que ya existen, sin desatender que una parte importante de sus energías deberán dedicarse a su comunicación con
14/5/09
Cultura y "economía política"
Sin embargo, y a la espera de ver lo que finalmente da de sí el congreso, hay diversos aspectos de lo que aparece en su página web y en las entrevistas que ha ido concediendo a distintos medios Pere Vicens, presidente del comité organizador, que justifican por sí mismos un análisis.
En primer lugar, sorprende un poco el listado de ponentes invitados. Lo que aparentemente debería ser la mitad del binomio que articula el congreso, la cultura, sólo aparece representada de manera bastante testimonial por aquellos que la hacen. El grueso de ponentes se reparte casi a partes iguales entre el stablishment político y el empresarial (la mayoría de estos al frente de grandes firmas de la llamada industria cultural, pero otros ni eso). Para hablar de economía y cultura, los empresarios de la Cambra de Comerç no han buscado rodearse de artistas y creadores culturales sino de políticos, que vienen en representación del primero al último de los departamentos culturales y no culturales de los poderes locales, nacionales, estatales –Su Majestad incluido- y de la UE (y no deja de resultar un tanto extraño un congreso de cultura sobrevolado por helicópteros y con medidas de seguridad de primer grado). No parece que los de la Cambra estén tan dispuestos a escuchar como a “decir”, aunque sea bajo el murmullo de hélices. La cuestión entonces es: ¿qué es lo que quieren decir a los políticos y a la sociedad? ¿Cuál es el mensaje que se busca transmitir?
Por lo menos un par de aspectos son ya visibles y se han enunciado de manera bastante transparente. Un primer hilo de lo que se quiere comunicar en el congreso se insinúa en diversos puntos del programa y ha quedado explícito en las entrevistas que ha concedido Pere Vicens: intervenir en la batalla por la legislación acerca de la “protección” de la propiedad intelectual y en contra de la “piratería”. Una batalla especialmente candente durante estas semanas en los parlamentos de la UE o de Francia, y aquí con el nombramiento de la nueva ministra de cultura (también ella presente en el Comité de Honor del congreso). Y un segundo hilo queda igualmente claro en el programa: impulsar un nuevo marco para la financiación de la cultura, defendiendo una “transformación del modelo de subvención en modelo de financiación sostenible”. Es decir, y tal como lo ha expresado Vicens, pedir que “los Estados dejen de hacer de mecenas como antes hacían los reyes” y que se dé “más libertad a las empresas para decidir dónde se destinan sus impuestos”.
Ante esto, una consideración previa: es muy legítimo que los empresarios, de las industrias culturales o de lo que sea, expresen sus opiniones y defiendan sus intereses. Lo que ya no está tan claro es que lo hagan, en un Congreso, transmitiendo la idea de que la economía y la cultura sólo tienen su punto de encuentro en las industrias culturales, y que se parta de la premisa de que los intereses de las grandes empresas de la industria cultural coinciden de manera natural con los de la cultura y quienes la producen. Cada artista, colectivo o empresa que trabaja en la cultura posee y expresa una economía. Incluso puede que la forma de esa economía sea parte de lo que aporta como innovación y como producción de sentido. Sus intereses y valores pueden coincidir o no con los de las grandes empresas de la industria cultural. No es preciso aquí remontarnos al origen de la noción de “industria cultural” y la carga de malestar y de crítica con la que surgió en la Escuela de Frankfurt. Podemos aceptar que la industria cultural es hoy una parte, cultural y económicamente significativa, de la cultura. Pero las líneas discursivas del congreso que he señalado –y tal vez finalmente no sea así, pero por lo dicho por el presidente de su comité organizador son las líneas maestras que mueven el evento- no hacen sino dar una respuesta bastante simplificada y parcial a un escenario muy complejo y que cuenta entre los creadores con posiciones muy diversas. A nivel programático ambos hilos no son mucho más que la aplicación en la cultura del abc del liberalismo más clásico: mayor protección de la propiedad privada, menor intervención de los poderes públicos, y defensa a ultranza del mercado como mecanismo de selección natural. Algo que ya quedó dicho en el siglo XVIII…y para esto quizá no hacía falta un Congreso Internacional en el siglo XXI.
Pero si de por sí sería cuestionable una naturalización del binomio economía y cultura en su simple identificación con la industria cultural y el programario liberal o neoliberal, el asunto tiene más gravedad en el momento preciso en el que nos encontramos. Lo que trataría de ocultar esa naturalización es que toda economía es “economía política”. Que la economía, de la cultura o de cualquier otro ámbito, no es jamás neutra. Ni en sus planteamientos ni en sus consecuencias. Algo que la actual crisis no ha hecho más que recordarnos, y que el interés de los empresarios que organizan el congreso por rodearse de tan nutrido repertorio de representantes políticos pone si cabe aún más en evidencia.
O.C.
13/5/09
DOUBLE BIND
Double Bind. Una introducción a Blue-collar Suite No.2: Lear’s Song
O.C./2009
I
El término “double bind” (literalmente doble “atadura” o “aprieto”, y traducido habitualmente como “doble vínculo”), fue propuesto en la década de los 50 por el antropólogo británico Gregory Bateson para describir un tipo específico de situación conflictiva en la cual, al sujeto implicado, no le es posible encontrar ninguna salida exitosa al dilema que se le plantea. Desarrollado en el marco de la teoría comunicacional, la base de un double bind es un mensaje con dos demandas contradictorias funcionando en niveles de lógica o discurso diferentes. El mensaje no puede ser ignorado, y cualquiera que sea la respuesta a una de esas dos demandas, implica automáticamente fallar a la otra.
Para ilustrar la naturaleza particular de este tipo de situaciones, Bateson acostumbraba a utilizar como ejemplo la escena de las “bread-and-butterflies” que aparece en Through the Looking-Glass, la segunda parte de la novela infantil de Lewis Carrol Alice in Wonderland. Las “bread-and-butterflies” son mariposas cuyas alas están hechas de una fina rebanada de pan y mantequilla, y su cabeza es un terrón de azúcar. Cuando Alicia se encuentra con una de ellas y con curiosidad pregunta de qué se alimenta, recibe como respuesta: de té caliente. Al pensar en ello, detecta el dilema: en el momento de tomar té su cabeza de azúcar sin duda se disolverá, y sin ella no podrá sobrevivir. Esperando hallar una alternativa menos conflictiva, Alicia pregunta: “¿Y que ocurre si no lo encuentra?”, a lo que el insecto que le hace de guía le responde: “Pues en ese caso morirá, por supuesto”.
Las “bread-and-butterflies” plantean una clásica situación de double bind: si no encuentran el té que necesitan para vivir, mueren de hambre; si lo encuentran, su cabeza se disuelve y también mueren. La estructura básica de la situación es: si no cumples A (una determinada demanda que aparentemente no puedes eludir), no podrás B (vivir, estar seguro, divertirte, ser amado o reconocido socialmente, etc.). Pero si cumples A, precisamente por ello tampoco podrás B. Para Gregory Bateson y el grupo de investigadores con los que desarrolló la noción en Palo Alto, este tipo de situaciones se encuentran en la raíz de muchas alteraciones esquizofrénicas. Sin embargo, Bateson tenía mucho interés en enfatizar que la deriva en una psicosis sólo se da en casos muy extremos, y que las situaciones de double bind se encuentran con notable frecuencia en los distintos ámbitos de la vida cotidiana
II
Hace exactamente tres décadas, Michel Foucault se encontraba en el Collège de France impartiendo un curso acerca de las formas de subjetividad y de control que derivan de la lógica económica del liberalismo. La tercera de aquellas sesiones estuvo dedicada a la singular producción de libertad que supone el liberalismo. El trayecto general del curso se había planteado como un análisis del tipo de gubernamentalidad (la difusa gestión, producción y dominio de las formas de vida tanto por parte del Estado como de la sociedad civil) que surge a finales del siglo XVIII con el liberalismo económico. Tal como lo apunta Foucault, la razón gubernamental liberal necesita de un cierto grado de libertad, o más bien libertades, para poder funcionar. No le basta con respetar o garantizar tal o cual libertad; necesita alimentarse de un cierto número de libertades: libertad de mercado, libertad de trabajo, libertad de asociación, libertad del derecho de propiedad... Necesita consumir estas libertades, y para poder consumirlas tiene que producirlas y organizarlas. Lo que proclama el liberalismo no es tanto el imperativo “sé libre” (que sería también un ejemplo típico de double bind), sino un régimen de producción, gestión y consumo de una serie determinada de intereses y libertades de lógica económica que surgen –y no por casualidad- en paralelo al advenimiento de la sociedad industrial.
A esa producción de libertades económicas la acompañan otros desplazamientos significativos e igualmente “productivos”. Una nueva subjetividad aparece en ese cuadro: la de un “sujeto económico” que trabaja y que participa con su trabajo de la escena pública. Lo característico de ese sujeto económico es la transparencia con la que se inscribe en el programa liberal: opera obedeciendo únicamente a su propio interés, pero ese interés es tal que converge, espontáneamente, con el interés general. El “laissez faire” del liberalismo es la forma con la que la gubernamentalidad liberal concibe su gobierno sobre el sujeto económico. Sobre él no es preciso ejercer un dominio directo, se le “deja hacer”, puesto que tiene interiorizado el principio económico y ejerce sobre sí mismo los mecanismos necesarios de (auto)control. El conflicto entre libertad y trabajo sólo puede plantearse a partir de ese momento, pues hasta entonces esos dos conceptos significaban una simple antinomia. La paradoja que se encuentra en el interior de la gubernamentalidad liberal es que sea también ésta la que en el nuevo orden industrial desplegará el régimen disciplinario de las fábricas y los complejos industriales, la que compartimentará los espacios y tiempos del trabajo y ordenará los cuerpos de los obreros en la cadena de producción.
Difícilmente se podría comprender esa aparente contradicción si no fuese por el modo en que se desdobla la subjetividad del sujeto económico. Un desdoblamiento a cuya clave apunta Foucault al advertir la conexión entre el liberalismo y la noción de seguridad, que delimita las libertades del liberalismo a través de su correlato: el peligro. Lo que la razón liberal pone en juego en clave productiva, dice Foucault, es el entramado libertad/seguridad y peligro, sin el cual no es posible el liberalismo: “Pas de libéralisme sans culture du danger”. Un peligro que acompaña al interés que mueve al sujeto del liberalismo, y que, como el reverso de una misma moneda y siguiendo su misma lógica económica, hace converger el peligro general del sistema y el peligro propio.
III
En febrero del 2002, la empresa Lear Corporation comunicó su intención irrevocable de cerrar la planta de fabricación de componentes eléctricos que tenía en Cervera por motivos económicos. En aquel momento, la planta daba empleo a 1280 trabajadores. La multinacional, dedicada a la fabricación de diversos equipamientos para el interior de automóviles, traspasaría la producción de la planta de Cervera a una de las recientes factorías abiertas en Polonia. El cierre se enmarcaba en una estrategia empresarial de reducción de costes de producción iniciada en 2001, una reestructuración global de la compañía que le supondría un gasto de 110 millones de dólares que se esperaba recuperar rápidamente con los salarios más bajos de los países a los que se trasladaba la producción. El cierre de la planta de Cervera le costó a Lear Corporation 18 millones de euros. A pesar de los importantes costes de la restructuración global llevada a cabo entre 2001 y 2002, la compañía –cuyo lema corporativo es “advance relentlessly” (avance implacable)– obtuvo a final de aquel 2002 unos beneficios netos de 126.6 millones.
El conflicto de Lear-Cervera movilizó a sus trabajadores y sindicatos durante varios meses, y tuvo un amplio seguimiento en los medios de comunicación. Por un lado tenía un impacto económico muy significativo en el área local, y por otro ejemplificaba un proceso de pérdida de tejido industrial que se venía produciendo de manera persistente aunque relativamente silenciosa en numerosos sectores. La deslocalización daba una señal de alarma contradictoria: nuestra mano de obra ya no es barata. Además, en el caso de Lear-Cervera las instituciones estaban implicadas, puesto que habían atraído a la multinacional con importantes ayudas públicas. Las movilizaciones de los trabajadores y las negociaciones entre los sindicatos y la empresa se prolongaron hasta finales del mes de mayo, cuando finalmente se llegó a un acuerdo en el que se pactaban las condiciones del cierre y las indemnizaciones que recibirían los 928 trabajadores que quedaban en paro. El resto de trabajadores, hasta llegar a los 1280 de la totalidad de la plantilla, obtendrían la jubilación anticipada o se trasladarían a otras plantas de la compañía repartidas por la península.
Lear-Cervera cerró sus puertas definitivamente en diciembre del 2002. Dos años más tarde, en el 2004, la empresa italiana ACC (Appliance Components Companies) se instaló en aquellas naves que habían quedado vacías, recibiendo también para ello diversas ayudas institucionales locales. En diciembre del 2008, esta empresa ha cerrado de nuevo sus puertas dejando una pérdida de 183 puestos de trabajo. Mientras tanto, las factorías de Lear en la Europa del Este han traspasado a China parte de la producción que recibieron durante la reestructuración del 2002. Y en los 8 meses que van desde junio del 2008 a enero del 2009, las acciones de Lear Corporation han pasado de 25 dólares por acción a 1.2 dólares: una caída de más del 95%.
IV
El trabajo industrial desaparece de nuestro campo de visión. Sus espacios son abandonados al compás de crisis sectoriales y reordenaciones urbanas. Las fábricas que fueron emblema de la capacidad productiva de Occidente son transformadas en museos y centros culturales, cuando no derribadas y reemplazadas por edificios de oficinas y áreas comerciales. Las chimeneas de ladrillo que dominaban las ciudades pasan a convertirse en símbolos de una época y una historia dejada atrás. El nuevo trabajador de la escena pública es el del trabajo inmaterial que se esparce por la sociedad del conocimiento y el sector de servicios. Sin embargo, el “fuera de campo” de esta imagen es evidente: mercancías de todo tipo siguen llegando a los comercios de nuestras ciudades y ocupando nuestras vidas. Pero el orden industrial, el que asocia la manufactura y el trabajo físico a los objetos que usamos y poseemos, el de los monos azules de los obreros dispuestos en la cadena de producción, sólo regresa a nuestras pantallas y a los titulares de los periódicos en los instantes de su desaparición. Su presencia pública es en ese instante doblemente “dramática”. Lo es porque refleja su rostro humano y cómo cada factoría que cierra afecta a vidas reales. Pero también por su despliegue discursivo, por una narrativa más sutil que se abre en un segundo plano. Es en esos instantes de desaparición cuando las palabras de Foucault “pas de libéralisme sans culture du danger” pueden leerse en todo su sentido, cuando la libertad del liberalismo y el peligro que la limita muestran su doble vínculo y su circularidad. Cada conflicto, cada señal y cada dato económico que parece amenazar la razón de aquella gubernamentalidad liberal surgida a finales del siglo XVIII, le recupera y renueva sus principios originales: mayor disciplina (traducida en flexibilidad y desregularización), mayor (auto)control. El double bind con el que se sostiene nuestra economía de libertades y peligros del trabajo surge del modo en que esa gubernamentalidad se exhibe y se oculta en las distintas capas de su propia imagen.
O.C. / 2009